Mediante corrientes generadas por resonancias magnéticas aplicadas al lóbulo cerebral izquierdo, mi brazo derecho se ponía en movimiento sin que nadie –¡desde luego yo no!– le hubiera dado instrucciones para ello. Son muchos los lectores que vieron en Redes ese experimento al que me sometió el neurólogo Álvaro Pascual-Leone en la Universidad de Harvard y que querrían saber más. De acuerdo. Les muestro primero mi conversación con él durante el experimento.
¿A qué otras cosas de orden más práctico pueden aplicarse estas técnicas? Lo que ya se ha constatado es que las técnicas de activación pueden estimular zonas motoras de sujetos con un infarto cerebral que no pueden mover la mano, o zonas frontales para modificar la capacidad de la gente de tomar decisiones o para conseguir que las decisiones sean más altruistas, más generosas; para que enfermos que tienen trastornos de personalidad, con personalidades sociopáticas, empiecen a mostrar más empatía ante determinadas situaciones. Si se trata de combatir adicciones a la nicotina, a la cocaína o a la comida, se pueden modificar los circuitos de recompensa para que se reduzca la actividad excesiva que se manifiesta en esos circuitos en los cerebros de los adictos. El límite consiste en identificar el circuito. La fuente original de todo esto es la llamada “plasticidad cerebral”. Empezamos a vislumbrar por dónde puede ir el futuro del cerebro.
Podemos imaginar situaciones rayanas en la ciencia ficción que, sin embargo, entran dentro del campo científico. Podríamos intentar modificar las decisiones morales. Es obvio que una situación es moral, o no, dependiendo de la intencionalidad del sujeto. Podría ocurrir que un médico suministrara un medicamento a un paciente y que éste muriera por culpa de una alergia insospechada. El médico no era consciente del peligro. Pero podría ocurrir lo contrario: que administrara un fármaco envenenado para matar al paciente.
Si se pregunta a cualquier persona qué situación es peor, contestará sin dudarlo: “¡Lo segundo…! porque había intención de matar al paciente; no fue una muerte accidental”. Los experimentadores podrían conseguir que la gente ya no tuviera ese sentimiento innato. Se podría conseguir que los adultos se comportasen como niños: los niños sólo se fijarían en si el paciente ha muerto o no, al margen de la intencionalidad del caso. Y es que en su caso la intencionalidad no se entronca hasta mucho más tarde, hacia los siete u ocho años, cuando, gracias a ella, se desarrolla la capacidad de empatizar con los demás.
Por Eduardo Punset