LA ESTRUCTURA OCULTA


4. LA ESTRUCTURA OCULTA

50. La calidad insólita que parece hacer del fuego una fuente de vida. "Le Souffleur á la Lampe", óleo de Georges de la Tour.

Es con fuego que el herrero al metal domina
para darle bella forma, la imagen de su mente:
sin fuego no hay artista que al oro pueda dar
su más puro matiz.
No, ni el ave fénix incomparable puede
a menos que se abrase.

Miguel Ángel, Soneto 59


Lo que se forja con el fuego es alquimia, ya sea en un horno o en la estufa de la cocina.

Paracelso

Existe un gran misterio y una fascinación especial sobre la relación del hombre con el fuego, único de los cuatro elementos griegos que ningún animal habita (ni incluso la salamandra). La ciencia física moderna se ocupa intensa­mente de la fina estructura invisible de la materia, la cual fue penetrada primero con el afilado instrumento que es el fuego. Aunque tal método analítico se inició hace varios miles de años en procesos prácticos (por ejemplo: la extrac­ción de sal y de metales), es seguro que empezó debido al aire de magia que surge del fuego: el alquímico sentir de que las sustancias pueden ser cambiadas de maneras impre­visibles. Esta es la misteriosa cualidad que parece hacer del fuego una fuente de vida y algo viviente que nos conduce al inframundo oculto dentro del mundo material. Así lo ex­presan muchas recetas arcaicas.

La consistencia del cinabrio es tal que, a mayor temperatura, más ex­quisitas son sus sublimaciones. El cinabrio se convertirá en mercurio y, pasando a través de una serie de sublimaciones, se volverá a convertir en cinabrio, permitiendo así al hombre gozar de vida eterna.

Este es el experimento clásico con el que los alquimistas de la Edad Media imponían respeto a aquellos que les observaban, desde la China hasta España. Solían tomar el pigmento rojo, el cinabrio, que es un sulfuro de mercurio, y lo calentaban. El calor separa el azufre y deja una perla exquisita del misterioso, plateado y líquido metal, el mercu­rio, asombrando y pasmando al observador. Cuando el mercurio se calienta al aire, se oxida y se convierte, no (como indicaba la receta) en cinabrio de nuevo, sino en un óxido de mercurio que también es rojo. Empero, la receta no estaba del todo equivocada; el óxido se puede convertir de nuevo en mercurio, de rojo a plateado, el mercurio en óxido, de plateado a rojo, todo por la acción del calor. No se trata en sí de un experimento importante, aunque resulta que el azufre y el mercurio son los dos elementos que los al­quimistas anteriores a 1 500 d. de C. creían que componían el universo. Pero sí plantea algo importante, que consiste en que el fuego siempre ha sido considerado no como elemen­to destructivo sino más bien como elemento transformador. Esta ha sido siempre la magia del fuego.

Recuerdo una prolongada charla que sostuve una noche con Aldous Huxley, sus blancas manos al fuego, diciendo: «Esto es lo que transforma. Estas son las leyendas que lo demuestran. Sobre todo la leyenda del Ave Fénix que renace en el fuego y vive y revive una y otra vez, de generación en generación». El fuego es imagen de juventud y de sangre, color simbólico del rubí y del cinabrio, y del ocre y del hematites con que el hombre se maquillaba para las ceremo­nias. Cuando, según la mitología griega, Prometeo trajo el fuego al hombre, le dio vida y lo convirtió en un semidiós; por esto los dioses castigaron a Prometeo.

Desde un punto de vista más práctico, y según creemos, el fuego ha sido familiar para el hombre desde hace cerca de cuatrocientos mil años. Esto implica que el fuego ya había sido descubierto por el Homo erectus; como ya indiqué, lo hubo ciertamente en las cuevas del hombre de Pekín. A partir de entonces, todas las culturas han hecho uso del fuego, a pesar de que no se ha aclarado plenamente si todas ellas sabían cómo hacer fuego; desde el comienzo de la historia se ha encontrado una tribu (los pigmeos, en la selva tropical lluviosa de las Islas Andaman al sur de Birmania), quienes mantenían cuidadosamente los incen­dios espontáneos porque desconocían la técnica para hacer fuego.

En general, las distintas culturas han empleado el fuego para los mismos fines: para calentarse, para alejar a los de­predadores y desmontar bosques, y para realizar las transfor­maciones sencillas de la vida cotidiana, tales como cocinar, secar y endurecer la madera, calentar y partir piedras. Pero, evidentemente, la gran transformación que ayudó a forjar nuestra civilización es más profunda: es la utilización del fuego la que abrió la perspectiva a una clase totalmente nueva de materiales, los metales. Este es uno de los grandes pasos técnicos, un paso muy largo en el ascenso del hombre, que está a la par con la invención magistral de las herramien­tas de piedra; pues descubrió en el fuego un instrumento más sutil para desmenuzar la materia. La física es el cuchillo que corta la veta de la naturaleza; el fuego, espada llameante, es el cuchillo que corta por debajo de la estructura visible, dentro de la roca.

51. En cuanto el cobre esté sometido a tensión, por ejemplo, al estirarlo en forma de alambre, em­pieza a ceder visible­mente. El rompimiento del cobre ocurre por el deslizamien­to interno de los cristales antes de la fractura. Mag­nificación de 15 x.

Hace casi diez mil años, no mucho después del inicio de las comunidades agrícolas sedentarias, los hombres del Oriente Medio empezaron a utilizar el cobre. Mas el empleo de los metales no se generalizaría hasta encontrar un proceso sistemático para obtenerlos. O sea. la extracción de los metales a partir de los minerales metalíferos, que, según sabemos, principió hace bastante más de siete mil años, hacia el año 5000 a. de C, en Persia y Afganistán. Por entonces, el hombre puso al fuego una piedra verde, la malaquita, de la cual fluyó un metal rojo, el cobre. Afortunadamente, el cobre se libera a temperaturas moderadas. Reconocieron el cobre porque en ocasiones se encuentra en terrones superficiales, y en aquella forma ya había sido moldeado y trabajado durante más de dos mil años.

El Nuevo Mundo también trabajaba el cobre y lo fundía hacia la época de Cristo; pero se detuvo ahí. Sólo el Viejo Mundo hizo del metal el fundamento de la vida civilizada. De pronto, los límites de control del hombre se amplían grandemente. Tiene bajo su dominio un material que puede ser moldeado, fundido, martillado, forjado; que se puede convertir en herramienta, en objeto ornamental, en recipiente; y que además se puede devolver al fuego y remodelarse. Tiene solamente un inconveniente: el cobre es un metal blando. En cuanto el cobre esté sometido a tensión, por ejemplo, al estirarlo en forma de alambre, empieza a ceder visiblemente. Esto se debe a que, como todos los metales, el cobre puro está compuesto de capas cristalinas. Y estas capas cristalinas, cada una como una oblea cuyos átomos están dispuestos en forma de red, se deslizan unas sobre otras, hasta que finalmente se separan. Cuando el alambre de cobre empieza a estrecharse (o sea: se debilita) no es tanto que ceda a la tensión cuanto que falla por deslizamiento interno.

Por supuesto que el cobrero de hace seis mil años desconocía todo esto. Encaraba un complejo problema, consistente en que el cobre no puede ser afilado. Durante un breve período de tiempo, el ascenso del hombre estuvo suspendido en espera del siguiente paso: lograr un metal duro con filo cortante. Si esto parece mucho decir sobre un avance técnico, se debe a que, como descubrimiento, el paso siguiente es tan paradójico y bello.

Si planteamos el siguiente paso en términos modernos, lo que tenía que hacerse era francamente sencillo. Hemos dicho que el cobre puro es un metal suave porque sus cristales se ubican en planos paralelos que se desplazan fácilmente entre sí. (Puede endurecerse bastante martillándolo para romper los cristales grandes dejándolos dentados.) De lo anterior se deduce que si introducimos algo arenoso en los cristales se evitará el desplazamiento de los planos, endureciendo así al metal. Es evidente que, a escala de la estructura fina que estoy describiendo, el algo arenoso debe consistir en átomos de distinta clase que reemplacen a algunos de los átomos de cobre en los cristales. Tenemos que efectuar una aleación cuyos cristales sean más rígidos, debido a que sus átomos no son todos de la misma clase. Esto forma el contexto moderno; sólo en los últimos cincuenta años hemos llegado a comprender que las propiedades particulares de las aleaciones se derivan de su estructura atómica. Y no obstante, por casualidad o por experimentación, los fundidores primitivos encontraron esta respuesta: a saber, que cuando al cobre se le añade un metal aún más suave, el estaño, se obtiene una aleación que es más sólida y más duradera que ambos metales: el bronce. El fortuito descubrimiento se debió posiblemente a que, en el Viejo Mundo, los minerales metalíferos del estaño y del cobre se encuentran conjuntamente. El hecho es que casi todo material puro es débil, y muchas impurezas lo harán más fuerte. El efecto del estaño no es una función única sino general: agrega al material puro una especie de arena atómica: puntos de aspereza diferente que se adhieren a las redes cristalinas y que evitan que éstas se deslicen.

Me he empeñado tanto en describir la naturaleza del bronce en términos científicos por tratarse de un descubrimiento tan maravilloso. Y es también maravilloso como revelación del potencial que conlleva un nuevo proceso y que sugiere a quienes lo manejan. Los trabajos en bronce alcanzaron en China su máxima expresión. Casi con certeza, éste llegó a China procedente del Oriente Medio, donde fue descubierto hacia 3800 a. de C. La era superior del bronce en China es también el inicio de la civilización china tal como nosotros la concebimos: la dinastía Chang, antes de 1500 a. de C. La dinastía Chang gobernaba a un conjunto de dominios feudales en el valle del río Amarillo, y creó por primera vez un estado unitario y cultural en China. Fue en todos sentidos un período formativo, en el cual se desarrolló la cerámica y la escritura fue fijada. (Es la tan sorprendente caligrafía, tanto de la cerámica como de los bronces.) Los bronces de la era superior se elaboraban con oriental atención al detalle, lo cual es fascinante en sí mismo.

53. Los trabajos en bronce alcanzaron en China su máxima expresión. Campana de bronce fundi­do, año 800 a. de C. Detalle caligráfico de la parte superior de la cam­pana.

Los chinos construían el molde para fundir el bronce con tiras de arcilla colocadas alrededor de un centro de cerámica. Tales tiras han llegado hasta nuestros días, lo cual nos ha permitido conocer dicho proceso. Podemos seguir la preparación del centro de cerámica, la incisión del diseño, y particularmente las inscripciones caligráficas, en las tiras formadas sobre el centro. Estas forman un molde externo que se endurece al horno para que reciba el metal fundido. Incluso podemos seguir la preparación tradicional del bronce. Las proporciones de cobre y estaño que utiliza­ban los chinos eran bastante precisas. El bronce se puede hacer a partir de cualquier proporción entre, digamos, el cinco y el veinte por ciento de estaño agregado al cobre. Pero los mejores bronces Chang contienen el quince por ciento de estaño y, en ese punto, la finura de la fundición es perfecta. En esa proporción, el bronce es casi tres veces más duro que el cobre.

Los bronces Chang eran objetos ceremoniales divinos. Estos expresan por China un culto monumental que, al mismo tiempo en Europa, estaba edificando Stonehenge. A partir de ese momento, el bronce se convierte en un material de usos múltiples, el plástico de su época. Y posee esta cualidad universal dondequiera que se encuentra, en Europa y en Asia.

Pero en el clímax de la artesanía china, el bronce expresa algo más. El encanto de estos trabajos chinos, recipientes para vino y comida, en parte profanos y en parte divinos, consiste en que constituyen un arte que se desarrolla espontá­neamente a partir de su propia técnica. El artesano está regido y dirigido por el material; la forma y superficie de su diseño emanan del proceso. La belleza que crea, la maestría que comunica, procede de su propia dedicación a su arte.

El contenido científico de estas técnicas está bien definido. Con el descubrimiento de que el fuego puede fundir los metales aparece, con el tiempo, el descubrimiento más sutil consistente en que el fuego también puede fundirlos conjun­tamente para crear una aleación con nuevas propiedades. Esto ocurre tanto en el hierro como en el cobre.

54. Al igual que toda la metalurgia antigua, la fabricación de la espada está rodeada de rituales. El maestro en la fabricación de espadas, Getsu, forja la hoja de acero. Reali­za el templado y el bruñido de la hoja en el taller del Templo de Nara, Japón.

De hecho, el paralelo entre los metales se mantiene en cada etapa. El hierro también se empleó por vez primera en estado natural; el hierro en bruto llega a la superficie de la Tierra a través de los meteoritos, razón por la cual lleva el nombre sumerio de «metal del cielo». Cuando, tiempo después, el mineral metalífero del hierro fue fundido, el metal se reconocía porque ya había sido utilizado. Los indígenas de América del Norte utilizaban el hierro meteorí-tico, pero nunca pudieron fundir el mineral metalífero.

Como el hierro es mucho más difícil de extraer del mineral metalífero que el cobre, el hierro fundido es, naturalmente, un descubrimiento muy posterior. La primera evidencia positiva de su utilización práctica es probablemente un fragmento de herramienta que quedó atrapado en una de las pirámides; esto lo data a antes de 2500 años a. de C. Pero el uso extensivo del hierro fue iniciado realmente por los hititas, cerca del Mar Negro, hacia 1500 a. de C, justamente durante el apogeo del bronce en China, la época de Stonehenge.

Y así como el cobre llega a su mayoría de edad por su aleación, el bronce, el hierro llega mediante su aleación, el acero. Quinientos años después, hacia 1000 a. de C, el acero se elabora en la India y las cualidades extraordinarias de los diferentes tipos de acero empiezan a ser conocidas. Sin embargo, el acero siguió siendo un material especial y en ciertos aspectos raro, de limitado uso hasta épocas muy recientes. Hace escasamente dos siglos que la industria del acero en Sheffield (Inglaterra) era todavía pequeña y estaba atrasada, y el cuáquero Benjamín Huntsman, que quería hacer un resorte de precisión para reloj, tuvo que convertirse en metalúrgico y descubrir por sí mismo cómo manufacturar el acero.

Puesto que he vuelto la cabeza hacia el Lejano Oriente para contemplar la perfección del bronce, incluiré también un ejemplo oriental de las técnicas que producen las propiedades especiales del acero. A mi parecer, éstas alcanzan su climax en la elaboración de la espada japonesa, proceso en vigor en una u otra forma desde el año 800 d. de C. Al igual que en toda la metalurgia arcaica, la fabricación de la espada está rodeada de rituales, y esto es por una sencilla razón. Cuando se carece de lenguaje escrito, cuando no se posee nada que pueda llamarse fórmula química, se debe recurrir a un ceremonial muy preciso que fije la secuencia de las operaciones de tal manera que sean exactas y fáciles de recordar.

Así que existe una suerte de imposición de manos, una sucesión apostólica mediante la cual una generación bendice y transmite a la siguiente los materiales, bendice el fuego y bendice al forjador de espadas. El hombre que aquí fabrica la espada ostenta el título de «Monumento Cultural Viviente», concedido formalmente por el gobierno japonés a los principales maestros de las artes arcaicas. Su nombre es Getsu. Y, en un sentido formal, es descendiente directo en su arte del fabricante de espadas Masamune, que perfeccionó el proceso en el siglo trece con el fin de rechazar a los mogoles. O así lo afirma la tradición; es cierto que en aquel entonces, en repetidas ocasiones, los mogoles trataron de invadir el Japón desde China, bajo el mando del nieto de Gengis Khan, el famoso Kublai Khan.

El hierro es un descubrimiento posterior al del cobre, debido a que en cada etapa necesita mayor temperatura: en la fundición, el moldeado y, naturalmente, en el procesamiento de su aleación, el acero. (El punto de fusión del hierro es cercano a los 1500°C, casi 500°C superior al del cobre.) Tanto en el proceso de fundición como en su respuesta a las aleaciones, el acero es un material infinitamente más sensible que el bronce. En él se alea el hierro con un pequeño porcentaje de carbón, comúnmente menos del uno por ciento, y las variaciones en ello determinan las propiedades fundamentales del acero.

El proceso de elaboración de la espada refleja un acucioso control del carbón y del tratamiento al calor por medio de los cuales el objeto de acero se ajusta a su función perfectamente. Aun el del lingote de acero no es sencillo, ya que la espada debe combinar dos propiedades diferentes e incompatibles de los materiales. Debe ser flexible y dura a la vez. Estas no son propiedades que se puedan incorporar en un mismo material, a menos que esté formado de estratos. Para conseguir esto, el lingote de acero es cortado y doblado muchas veces hasta lograr una multitud de capas internas. La espada elaborada por Getsu requiere que el lingote sea doblado quince veces. Esto quiere decir que el número de estratos del acero será 215, lo que equivale a más de treinta mil estratos. Cada estrato debe estar unido al siguiente, el cual posee una propiedad diferente. Es como si él tratara de combinar la flexibilidad del hule con la dureza del vidrio. Y la espada, esencialmente, es un enorme emparedado de estas dos propiedades.

55. Las dos propiedades se fusionan finalmente en la espada terminada. Adormo de filigrana en una espada hecha por Nobuhide en el siglo dieci­nueve para el Emperador

En la última etapa, la espada es preparada cubriéndola con arcilla en diferentes espesores, para que cuando sea templada y sumergida en el agua se enfríe a intervalos diferentes. La temperatura del acero para este momento final debe ser juzgada con precisión, y en una civilización en que esto no se efectúa por medición, «es la práctica observar el calentamiento de la espada hasta que brilla con el color del sol mañanero». Para ser justo con el forjador de espadas, debo decir que estas pistas proporcionadas por el color eran también tradicionales en la manufactura del acero en Europa: todavía en el siglo dieciocho, el momento preciso de templar el acero era cuando su incandescencia se tornaba amarilla, púrpura o azul, de acuerdo con el uso a que estuviese destinado.

El punto crucial, no tanto dramático como químico, es el templado, que endurece la espada y fija sus distintas propiedades. Las diferentes escalas de enfriamiento producen cristales de formas y tamaños variados: cristales grandes y suaves en el centro flexible de la espada; cristales pequeños y dentados en el borde afilado. Las dos propiedades del hule y del vidrio se fusionan finalmente en la espada terminada. Se revelan en la superficie de la hoja cuyo resplandor de seda es sumamente apreciado por los japoneses. Mas la prueba de la espada, la prueba de una práctica técnica, la prueba de una teoría científica es, «¿Funciona realmente?» ¿Puede cortar el cuerpo humano en la forma establecida por el ritual? Los cortes tradicionales están señalados tan cuidadosamente en diseños como los cortes de la carne de vaca en un diagrama de un libro de cocina: «Corte número dos: el O-jo-dan». En nuestros días, el cuerpo humano se simula con un atado de paja; pero en el pasado la espada era probada literalmente: utilizándola para ejecutar a un prisionero.

La espada es el arma de los samurai. Merced a ella sobrevivieron a interminables guerras civiles que dividieron el Japón a partir del siglo doce. Los samurai estaban rodeados de metalistería refinada: la flexible armadura hecha de tiras de acero, los arreos de los caballos, los estribos. Y sin embargo, los samurai no sabían cómo hacer ninguna de estas cosas por sí mismos. Al igual que los jinetes de otras culturas, vivían del uso de la fuerza, e incluso para sus armas dependían de la habilidad de los aldeanos a quienes alternadamente protegían y robaban. Con el tiempo, los samurai se convirtieron en un conjunto de mercenarios que vendían sus servicios a cambio de oro.

Nuestra comprensión de cómo está constituido el mundo de la materia a partir de sus elementos se deriva de dos fuentes. Una, que ya he trazado, es el desarrollo de técnicas para forjar y alear metales útiles. La otra es la alquimia, que posee un carácter diferente. De escala modesta, no está encaminada a usos prácticos y contiene una parte sustan­cial de teoría especulativa. Por razones indirectas aunque no accidentales, el enfoque de la alquimia se concentraba en otro metal, el oro, que es virtualmente inútil. Pero el oro ha fascinado tanto a las sociedades humanas, que sería yo perverso si no intentase aislar las propiedades que le dotaron de su poder simbólico.

El oro es la recompensa universal en todos los países, en todas las culturas y épocas. Una colección representativa de artefactos de oro equivale a una crónica de las civilizacio­nes. Rosario de oro esmaltado, del siglo xvi, inglés. Broche de oro en forma de serpiente, del año 400 a. de C, griego. Triple corona de oro de Abuna, del siglo xvn, abisinia. Brazalete de oro en forma de serpiente, de la antigua Roma. Copas rituales de oro de Aquémenes, siglo vi a. de C, persas. Escudilla de oro para beber, siglo vm a. de C, persa. Áureas cabezas de toro... Cuchillo ceremonial de oro, Chi-mú, era preincaica, peruanos, siglo ix...

Gran salero de oro esculpido, Benvenuto Ccllini, del siglo xvi, hecho para el rey Francisco I. Cellini recuerda las palabras de su patrocinador francés:

Cuando le presenté al rey este trabajo, dio un grito sofocado de asombro y no le pudo quitar la mirada de encima. Y en su asombro gritó: «¡Es cien veces más celestial de lo que podía haber soñado! ¡Qué maravilla es el hombre!»

Los españoles saquearon el Perú por su oro, que había sido coleccionado por la aristocracia inca como quien colec­ciona sellos de correos, con el toque de Midas. Oro para la codicia, oro para el esplendor, oro para la ornamentación, oro para el culto, oro para el poder, oro para los sacrificios, oro para dar vida, oro para la ternura, oro bárbaro, oro voluptuoso...

Los chinos acertaron con la característica que lo ha hecho irresistible. Ko-Hung dijo: «Así se funda cien veces, el oro amarillo no se estropeará». Esta frase nos hace comprender que el oro posee una cualidad física que lo hace singular; que puede ser probada y ensayada en la práctica y descrita por la teoría.

Es fácil observar que el hombre que elaboraba un artefacto de oro no era simplemente un técnico, sino un artista.

56 El oro constituye la re­compensa universal en todos los países, en to­das las culturas, en to­das las épocas. Oro griego: Máscara de un rey aqueo, de una tum­ba de Micenas, siglo dieci­séis a. de C.
Oro de Persia: Moneda del Rey Creso, siglo VII d. de C.
Oro peruano: Puma tno-chica, grabado con diseños de serpientes bicéfalas. Oro africano: Botón del peto de un jefe, con dise­ños de granos de cacao. Ghana, siglo XIX. Oro moderno: Receptor del circuito de entrada cen­tral, calculadora portátil. Concorde de uniones múl­tiples. Edimburgo, siglo XX.


Pero es igualmente importante, aunque no tan fácil de reconocer, que el que ensayaba el oro era también algo más que un técnico. El oro era para él un elemento científico. Poseer una técnica es útil, pero, como cualquier otra habilidad, lo que le da vida es el sitio que ocupa en un esquema general de la naturaleza: una teoría.

Los hombres que probaban y refinaban el oro descubrieron una teoría de la naturaleza: una teoría en la cual el oro era único, y no obstante podría obtenerse a partir de otros elementos. Esto explica por qué en la antigüedad se dedicó tanto tiempo e inteligencia al desarrollo de pruebas para la obtención de oro puro. A principios del siglo xvn, Francis Bacon planteó claramente la situación.

El oro posee estas propiedades: grandeza de peso, compactibilidad, fijación, ductibilidad o maleabilidad, inmunidad a la oxidación, color o matiz amarillo. Si un hombre puede crear un metal que posea todas estas características, dejad que los hombres discutan si es oro o no lo es.

Entre las variadas pruebas clásicas a que el oro es sometido, una en particular hace muy visible la propiedad diagnóstica. Se trata de una prueba precisa por copelación. Una vasija hecha de cenizas de hueso es calentada en el horno y sometida a una temperatura muy superior a la requerida para fundir el oro. El oro, con sus impurezas o escorias, se pone en la vasija y se derrite. (El oro tiene un punto de fusión relativamente bajo, un poco más de 1000°C, casi el mismo del cobre.) Lo que sucede ahora es que la escoria se separa del oro y es absorbida por las paredes de la vasija: así que, de pronto, se manifiesta una separación visible entre, por así decirlo, la escoria de este mundo y la pureza oculta del oro que la llama descubre. El sueño de los alquimistas, la creación del oro sintético, tiene que ser comprobada finalmente por la realidad de la perla de oro que sobrevive al experimento.

La capacidad del oro para resistir lo que se denominaba descomposición (lo que hoy llamaríamos ataque químico) era singular, y por tanto de gran valor y diagnóstico. También conllevaba un simbolismo muy poderoso, el cual aparece explícitamente incluso en las fórmulas más primitivas. La primera referencia escrita a la alquimia con que contamos se remonta solamente a hace poco más de dos mil años y procede de China. Indica cómo hacer oro y cómo emplearlo para prolongar la vida. Para nosotros, esta resulta una conjunción extraordinaria. Para nosotros, el oro es precioso porque es escaso; mas para los alquimistas, en todas partes del mundo, el oro era invaluable porque resultaba incorruptible. Ningún ácido o álcali conocido hasta entonces podía atacarlo. De hecho, así es como los orfebres del emperador ensayaban el oro o, como ellos habrían dicho, lo partían, mediante un tratamiento con ácidos que era menos laborioso que la copelación.

57. Oro renacentista: Salero de oro grabado y esmalte, obra de Benvenuto Cellini, que representa a Venus y Neptuno, obsequiado al Rey Francisco I de Fran­cia en 1543.
Oro irlandés: Gargantilla de oro. Co. Clare, siglo IX d. de C.


Cuando la vida era considerada (y lo era para la mayoría de la gente) solitaria, pobre, vulgar, brutal y breve, para los alquimistas el oro representaba la única chispa eterna en el cuerpo humano. Sus intentos por elaborar oro y por hallar el elíxir de la vida eran uno y el mismo empeño. El oro es el símbolo de la inmortalidad, aunque no debería decir símbolo, ya que en el sentir de los alquimistas el oro constituía la expresión, la encarnación de la incorruptibilidad, tanto en el mundo físico cuanto en el mundo viviente.

De modo que, cuando los alquimistas intentaban transmu­tar metales bajos de ley en oro, la transformación que buscaban en el fuego era el paso de lo corruptible a lo incorruptible; trataban de extraer de lo cotidiano la calidad de permanencia. Y esto se aplicaba igualmente a la búsqueda de la eterna juventud: toda medicina para combatir la vejez contenía oro, oro metálico, como ingrediente esencial, y los alquimistas instaban a sus benefactores a que bebiesen de copas de oro para prolongar la vida.

La alquimia es mucho más que un conjunto de trucos mecánicos o una creencia imprecisa en la magia. Es en el fondo una teoría de cómo se relaciona el mundo con la vida humana. En una época en que no existía una distin­ción clara entre sustancia y proceso, entre elemento y acción, los elementos alquímicos constituían también aspectos de la personalidad humana, así como los elementos griegos eran también los cuatro humores que se combinaban en el temperamento humano. Y de su trabajo se desprende una teoría importante que se origina en la concepción griega de tierra, fuego, aire y agua, pero que durante la Edad Media adoptó una forma nueva y de gran importancia. Existía para los alquimistas una afinidad entre el microcos­mo del cuerpo humano y el macrocosmo de la naturaleza. Un volcán en gran escala era como un divieso; una tempes­tad o una tormenta eran como las lágrimas y el llanto. Bajo estas analogías superficiales existía el concepto más profundo de que el universo y el cuerpo humano están con­formados por los mismos materiales, principios o elementos.

58. El universo y el cuerpo están conformados por los mismos materiales, principios o elementos. Figura de Paracelso del horno para el cuerpo, con una escala para el estudio de la orina en el diagnósti­co de la enfermedad, del trabajo «Aurora Thesau-rusque Philosophorum». Basilea, 1577. Figura de Paracelso de los tres elementos: tierra, aire y fuego. La correspotiden-cia entre las formas astro­nómicas y anatómicas se­gún la teoría alquimica de la Naturaleza.

Para los alquimistas existían dos principios. Uno era el mercurio, que representaba todo lo denso y permanente. El otro era el azufre, que representaba todo lo inflamable y pasajero. Todos los seres materiales, incluido el cuerpo humano, estaban hechos a partir de estos dos principios y podían reconstruirse a partir de ellos. Por ejemplo, los alquimistas creían que todos los metales crecían dentro de la tierra y provenían del mercurio y del azufre, lo mismo que los huesos crecen dentro del embrión a partir del huevo. Y en verdad creían en esta analogía. Aún persiste tal simbología en la medicina actual. Seguimos utilizando en nuestros días para la hembra el símbolo alquímico del cobre, es decir, de lo que es frágil: Venus. Y para el varón el signo al-químico del hierro, es decir, de lo que es duro: Marte.

En la actualidad, esta parece una teoría muy infantil, una mezcolanza de fábulas y comparaciones falsas. Mas nuestra química también parecerá infantil dentro de quinien­tos años. Toda teoría se basa en alguna analogía, y tarde o temprano la teoría se derrumba porque la analogía resulta ser falsa. En su momento, una teoría ayuda a resolver los problemas de su tiempo. Y los problemas médicos no empezarían a resolverse sino hasta 1500, debido a que se pensaba que todos los remedios debían derivarse ya fuera de las plantas o bien de los animales, una especie de vitalismo que no admitía que los compuestos del cuerpo eran como otros compuestos químicos, y que limitaba por tanto a la medicina al empleo de hierbas curativas.

Ahora bien, los alquimistas introdujeron libremente los minerales en la medicina: la sal, por ejemplo, dio origen a un cambio notable, y un nuevo teórico de la alquimia la convirtió en su tercer elemento. Desarrolló también una curación característica para una enfermedad que asolaba a Europa en 1500, desconocida hasta entonces, el nuevo azote de la sífilis. Aun hoy día desconocemos dónde se originó la sífilis. Pudo haber sido traída de vuelta por los marineros que acompañaron a Colón; o propagada desde el Oriente a través de las conquistas mogólicas; o simplemente no había sido identificada antes como enfermedad aislada. Resul­tó que su curación dependía del uso del metal alquímico más poderoso, el mercurio. El hombre que implemento esa curación dio un gran paso de la vieja alquimia a la nueva, en camino hacia la química moderna: iatroquímica, bioquí­mica, la química de la vida. Trabajaba en Europa en el siglo xvi. El lugar era Basilea, en Suiza. Corría el año de 1527.

Hay un instante en el ascenso del hombre en que éste abandona el país de las tinieblas del conocimiento secreto y anónimo para adentrarse en un nuevo sistema del descubrimiento abierto y personal. El hombre que he elegido como símbolo de éste fue bautizado como Aureolus Philippus Theophrastus Bombastus von Hohenheim. Felizmente, decidió adoptar el nombre bastante más compacto de Paracelso, para hacer público su desprecio de Celso y otros autores que habían fallecido hacía más de mil años, pero cuyos textos médicos eran vigentes todavía durante la Edad Media. En el año 1500, los trabajos de los autores clásicos se seguían considerando como portadores de la inspirada sabiduría de una época áurea tanto de la medicina y de la ciencia como de las artes.

Paracelso nació cerca de Zurich en 1493 y murió en Salzburgo en 1541 a la temprana edad de cuarenta y ocho años. Se convirtió en un perpetuo desafío de todo lo académico: por ejemplo, fue el primero en identificar una enfermedad producida por el trabajo. De la prolongada batalla librada por el impertérrito Paracelso a lo largo de su vida contra la más vieja tradición de su tiempo —la práctica de la medicina—, conocemos episodios tanto grotescos como encantadores. Su cabeza era fuente inagotable de teorías, muchas de ellas contradictorias, la mayoría absurdas. Era un personaje rabelesiano, picaresco, salvaje; se embriagaba con los estudiantes, corría tras las mujeres, viajaba por todo el Viejo Mundo y, hasta hace poco, figuraba en las historias de la ciencia como un charlatán. Mas no lo era. Era un hombre de genio inestable pero profundo.

El hecho es que Paracelso era un personaje. Descubrimos en él, quizás por primera vez, cómo un descubrimiento científico fluye de la personalidad y cobra vida conforme observamos que es creado por una persona. Paracelso era un hombre práctico que entendía que el tratamiento de un paciente dependía del diagnóstico (él era un diagnosticador brillante) y que el tratamiento debería ser aplicado directamente por el médico. Rompió con la tradición de que el médico era un académico erudito que leía de un libro muy antiguo, mientras que el infeliz paciente estaba en manos de algún ayudante que se limitaba a hacer lo que el médico ordenaba. «No debe haber ningún cirujano que no sea también médico», escribió Paracelso. «Donde el médico no sea también cirujano, no será más que un ídolo que no es sino monigote».

59. El médico era un aca­démico erudito que leia de un libro muy anti­guo, mientras que el infeliz paciente estaba en manos de algún ayudante que se limita­ba a hacer lo que el médico ordenaba. Tres médicos en conferen­cia, mientras que al pa­ciente le es amputada una pierna. Grabado en made­ra de una obra sobre prác­ticas quirúrgicas, Franc­fort, 1465.

Tales aforismos no hicieron gozar a Paracelso de la simpatía de sus rivales, pero con ellos atrajo la atención de otras mentes independientes de la era de la Reforma. Por esto fue llevado a Basilea, por el único año de triunfo de su desastrosa carrera internacional. En Basilea, en el año 1527, Johann Frobenius, famoso impresor protestante y humanis-ta, padecía de una grave infección de una pierna —que estaba a punto de serle amputada—, y en su desesperación recurrió a sus amigos del nuevo movimiento, quienes le enviaron a Paracelso. Este expulsó a los académicos de la habitación, salvó la pierna y efectuó una curación que tuvo eco por toda Europa. Erasmo le escribió lo siguiente: «Has salvado a Frobenius, que es la mitad de mi vida, del mundo de las sombras».

No es casual que las nuevas ideas iconoclastas en medicina y en el tratamiento químico aparezcan conjuntamente, en época y lugar, con la Reforma iniciada por Lutero en 1517. Un centro de aquel período "histórico era Basilea. El humanismo había florecido allí aun antes de la Reforma. Existía una universidad con tradición democrática, de modo que, pese a que sus médicos miraban con recelo a Paracelso, el Consejo de la ciudad pudo insistir en que se le admitiese como catedrático. La familia Frobenius imprimía libros, entre ellos algunas obras de Erasmo, que difundían la nueva visión general de todas las ramas del conocimiento.

Se estaba generando un gran cambio en Europa, más grande quizá que el enorme revuelo religioso y político echado a andar por Martín Lutero. Se aproximaba 1543, año simbólico del destino. Durante ese año se publicaron tres libros que habrían de cambiar la mentalidad europea: las ilustraciones anatómicas de Andrés Vesalio; la primera traducción de la matemática y física griegas de Arquímedes; y el libro de Nicolás Copérnico, La revolución de los orbes celestes, que ubicaba al sol en el centro de los cielos, creando lo que hoy se conoce como la Revolución Científica.

Toda esa batalla entre el pasado y el futuro fue resumida proféticamente en 1527, en un acto realizado delante de la catedral, en Basilea. En público, Paracelso arrojó a la hoguera tradicional de los estudiantes un antiguo texto médico escrito por Avicena, un discípulo árabe de Aristóteles.

60. Paracelso era un perso­naje rabelesiano, pica­resco, salvaje. Retrato de Paracelso, atri­buido a Quentin Metsys.

Hay algo simbólico en esa hoguera veraniega, e intentaré evocarlo en el presente. El fuego es el elemento alquímico mediante el cual puede el hombre profundizar en la estructura de la materia. Luego entonces, ¿es el fuego una forma de materia? Si usted cree eso tendrá que atribuir al fuego toda clase de propiedades insólitas, tales como que es más ligero que la nada. Dos siglos después de Paracelso, hacia 1730, los químicos aseveran esto por medio de la teoría del flogisto, como encarnación final del fuego material. Mas no existe una sustancia tal como el flogisto, como tampoco existe el principio llamado vital, porque el fuego no es material, como tampoco lo es la vida. El fuego es un proceso de transformación y de cambio, mediante el cual los elementos se vuelven a unir en nuevas combinaciones. La naturaleza de los procesos químicos no fue comprendida sino cuando el fuego mismo fue comprendido como un proceso.

La acción de Paracelso clamaba: «La ciencia no puede mirar hacia el pasado. Jamás existió una época áurea». Y habrían de transcurrir otros doscientos cincuenta años para descubrir un nuevo elemento, el oxígeno, que explicaba finalmente la naturaleza del fuego y liberaba a la química de las ataduras de la Edad Media. Lo más curioso del caso es que el hombre que realizó el descubrimiento, Joseph Priestlcy, no estaba estudiando la naturaleza del fuego, sino otro de los elementos griegos, el invisible y omnipresente aire.

En el Smithsonian Institute de Washington, D. C. se encuentra lo que aún subsiste del laboratorio de Joseph Priestley. Y, evidentemente, no tiene por qué estar allí, debería estar en Birmingham, Inglaterra, centro de la Revolución Industrial, donde Priestley realizara lo mejor de su obra. ¿Por qué se encuentra allí ? Porque una multitud obligó a Priestley a salir de Birmingham en 1791.

La historia de Priestley es representativa de otro conflicto entre originalidad y tradición. En 1761 fue invitado, a la edad de veintiocho, a enseñar lenguas modernas en una de las academias disidentes (él era unitario), las cuales sustituían a las universidades para aquellos no conformes con la Iglesia de Inglaterra. Un año después, Priestley fue inspirado por las conferencias científicas de un profesor colega suyo a iniciar un libro sobre la electricidad; y a seguido giró hacia los experimentos químicos. Fue también estimulado por la revolución norteamericana, le había animado Benjamín Franklin, y después por la revolución francesa. Y así, en el segundo aniversario de la toma de la Bastilla, los ciudadanos leales quemaron lo que Priestley había descrito como uno de los laboratorios mejor equipados del mundo. Emigró a Norteamérica, pero no fue bien recibido. Fue apreciado únicamente por los intelectuales de su talla; cuando Tomás Jefferson se convirtió en presidente, declaró a Joseph Priestley: «Es la vuestra una de las pocas vidas preciosas para el género humano».

61. Priestley era un hom­bre bastante difícil, frío, avieso, afectado, remilgado y puritano. Joseph Priestley, dibujado por la Sra. Ellen Sharples en Í794, cuando Priestley vivía en América, después del saqueo de su casa y laboratorio en Birming-ham por una turba.

Me gustaría poder afirmar que la turba que destruyó la casa de Priestley en Birmingham acabó también con los sueños de un hombre delicado, amable, encantador. Mas dudo que ésta sea su descripción justa. Dudo que Priestley fuese un hombre muy amable, no más que Paracelso. Sospecho que era un hombre bastante difícil, frío, avieso, afectado, remilgado y puritano. Pero el ascenso del hombre no es realizado por personas encantadoras. Es realizado por gente dotada de dos cualidades: una integridad enorme y, cuando menos, un poco de genio. Priestley tenía las dos.

62. Lavoisier repitió un experimento de Priestley que es casi una caricatura de uno de los experimentos clási­cos de la alquimia.

Los crisoles de los alquimistas contenían glóbulos puros del liquido metal plateado, el mercurio, sublimado del ci­nabrio. Una reconstrucción en aparatos modernos del ex­perimento de Lavoisier. En la etapa siguiente del experi­mento se muestra el calentamiento del mercurio en pre­sencia de oxígeno. Al lado: El mercurio en un frasco. Siguiente: El mercurio caliente se combina con oxigeno. El volumen absorbido de oxigeno se mide por la caida de la columna del liquido. Abajo: El aparato completo: el experimento será invertido aho­ra, calentando intensamente el óxido de mercurio.

Priestley descubrió que el aire no constituye una sustancia elemental: que está compuesto de varios gases y que, entre ellos, el oxígeno —que él llamó «aire desflogisticado»— es el esencial para la vida animal. Priestley era un notable experimentador, y avanzaba cuidadosamente por etapas. El 1 de agosto de 1774 produjo un poco de oxígeno y vio con asombro que una vela ardía perfectamente en pre­sencia de éste. En octubre del mismo año se marchó a París, donde comunicó su hallazgo a Lavoisier y a otros. Pero no fue sino a su regreso el 8 de marzo de 1775, cuando metió un ratón en presencia de oxígeno, que se dio cuenta de lo bien que se podía respirar en esa atmósfera. Uno o dos días después, Priestley escribió en una bella carta a Franklin: «Hasta ahora, sólo dos ratones y yo hemos tenido el privilegio de respirarlo».

Priestley descubrió también que las plantas verdes espiran oxígeno a la luz del sol, estableciendo así la base de la respiración animal. En los cien años siguientes se demostró que esto era esencial; los animales no habrían evolucionado en absoluto de no ser por el oxígeno producido por las plantas. Pero en los años 1770 nadie había pensado en ello.

El descubrimiento del oxígeno cobró sentido merced a la mente clara y revolucionaria de Antoine Lavoisier (quien pereció durante la revolución francesa). Lavoisier repitió un experimento de Priestley que es casi una caricatura de uno de los experimentos clásicos de la alquimia que describí al principio de este ensayo (pág. 123). Ambos calentaron el óxido rojo del mercurio, utilizando para ello una lupa (instrumento muy en boga en la época) en un recipiente en que se podía observar la producción del gas y acumularlo. Este gas era oxígeno. Esto fue el experimento cualitativo; pero para Lavoisier era el indicio inmediato de que la descomposición química podía ser cuantificada.

63. La lupa estaba muy en boga en la época. Grabado que muestra la gigantesca lupa que Lavoisier construyó para la Academia Real de Ciencias en las afueras de París, en 1777.

La idea era sencilla y radical; efectuar la experiencia alquímica en ambas direcciones y medir con exactitud las cantidades que se intercambiasen. Primero, hacia adelante: quemar el mercurio (para que absorba oxígeno) y medir la cantidad exacta de oxígeno que se desprenda de un recipiente cerrado entre el principio y el fin de la combus­tión. Invirtamos ahora el proceso: tomemos el óxido de mercurio obtenido y calentémoslo intensamente hasta expulsar de nuevo el oxígeno. El mercurio queda, el oxígeno fluye al recipiente, y la pregunta crucial es: «¿Qué cantidad?» Exactamente la misma cantidad que se utilizó en el experimento anterior. Repentinamente el proceso se convierte en algo material, en un acoplamiento y desacoplamiento de cantidades fijas de dos sustancias. Esencias, principios, flogisto, han desaparecido. Dos elementos concretos, mercurio y oxígeno, han sido unidos visible y demostrablemente y se han vuelto a separar.

Parece imposible que podamos hacer un recorrido a través de los procesos de los cobreros primitivos y de las especulaciones mágicas de los alquimistas, hasta la idea más poderosa de la ciencia moderna: la idea de los átomos. Empero, la ruta es directa. Sólo queda un paso entre la noción de los elementos químicos que Lavoisier cuantificó y su expresión en términos atómicos por el hijo de un tejedor de Cumberland, John Dalton.

64. «Sabes que ningún hombre puede dividir el átomo.» Retrato de John Dalton.


Después del fuego, del azufre, de la combustión del mercurio, era inevitable que el climax de la historia se desarrolla ra en la fría y húmeda Manchester. Aquí, entre 1803 y 1808, un maestro de escuela cuáquero llamado John Dalton cambió repentinamente el vago concepto de la combinación química, brillantemente inspirado en Lavoisier, en el concepto moderno preciso de la teoría atómica. Fue una época de descubrimientos maravillosos en química: en aquellos cinco años fueron descubiertos diez elementos nuevos; y no obstante, Dalton no estaba interesado en nada de ello. A decir verdad, se trataba de un hombre de bastante poco colorido. (Padecía con certeza de la ceguera del color, y el defecto genético de confundir el rojo con el verde que describió en sí mismo se conocería posteriormente como «daltonismo».)

Era Dalton un hombre de hábitos regulares, que todos los jueves por la tarde se dirigía al campo a jugar a los bolos. Su principal interés residía en las cosas del campo, cosas que todavía son características del paisaje de Manchester: el agua, el gas de los pantanos, el anhídrido carbónico. Dalton se formulaba preguntas concretas acerca de la forma en que éstos se combinan en función de su peso. ¿Por qué en el agua, compuesta de oxígeno e hidrógeno, se unen siempre las mismas proporciones de éstos para producir una determinada cantidad de agua? ¿Por qué cuando se produce anhídrido carbónico, por qué cuando se produce metano, persisten estas constantes de peso?

Durante todo el verano de 1803, Dalton trabajó en esta cuestión. Escribió: «Una investigación de los pesos relativos de las partículas fundamentales es, hasta donde tengo conocimiento, enteramente nueva. Me he dedicado recientemente a esta investigación con un éxito notable». Y así, acabaría por convencerse de que la respuesta debía estar efectivamente en la anticuada teoría atómica de los griegos. Pero el átomo no es una mera abstracción; a escala física posee un peso que caracteriza a tal o cual elemento. Los átomos de un elemento (Dalton los denominó «partículas fundamentales o elementales») son todos iguales y diferentes de los átomos de otro elemento; y una manera en la que se corrobora la diferencia entre ellos es físicamente, es decir, en su diferencia de peso. «Sospecho que existe un número considerable de lo que correctamente podríamos llamar partículas elementales, que nunca podrán metamorfoscarse entre sí».

En 1805, Dalton publicó por vez primera su concepción de la teoría atómica, que decía a la letra: Si una cantidad mínima de carbón, un átomo, se combina para crear anhídrido carbónico, lo hará invariablemente con una cantidad prescrita de oxígeno: dos átomos de oxígeno.

Ahora bien, si se compone agua de los dos átomos de oxígeno, cada cual combinado con la suficiente cantidad de hidrógeno, habrá una molécula de agua de un átomo de oxígeno, y una molécula de agua del otro.

Los pesos son correctos: el peso del oxígeno que produce-una unidad de anhídrido carbónico producirá dos unidades de agua. ¿Están los pesos correctos ahora para un compuesto carente de oxígeno, para el metano, en el cual el carbón se combina directamente con el hidrógeno ? Así es, exactamente. Si se retiran los dos átomos de oxígeno de la única molécula del anhídrido carbónico y de las dos moléculas de agua, tendremos que el balance material es preciso: hemos obteni­do las cantidades correctas de hidrógeno y carbón para producir el metano.

Las cantidades pesadas de los diferentes elementos que se combinan entre sí expresan, por su constancia, un esquema subyacente de combinación entre sus átomos. Es la aritmética exacta de los átomos la que hace de la teoría química el fundamento de la teoría atómica moderna. Esta es la primera lección profunda que surge de esta multitud de especulaciones acerca del oro, el cobre y la alquimia, hasta alcanzar su apogeo con Dalton.

65. Símbolos de Dalton para los elementos.

La otra lección es su concepto sobre el método científico. Dalton era un hombre de hábitos regulares. Durante cincuenta y siete años dio un paseo diario por las afueras de Manchester; solía medir la lluvia, la temperatura: una empresa singularmente monótona en este clima. No obtuvo nada de ese conjunto de datos. Mas de una sencilla pregunta aguda, casi infantil, sobre los pesos que intervienen en la construcción de estas moléculas simples, surgió la teoría atómica moderna. Es ésta la esencia de la ciencia: formula una pregunta impertinente y estarás camino de la respuesta pertinente.